El problema de la realidad. Leyendo Diarios 1984–1989 Sándor Márai


Hace un tiempo escribí que la realidad es como una vieja regordeta cuyas nalgas se sientan sobre uno, sin dejar ver lo otro. ¿Qué es lo otro? Lo que esperamos que esté por fuera de la realidad, pero solo tenemos la realidad o la vieja regordeta sentada sobre nuestro rostro. Podemos conformarnos con una realidad menos asfixiante, que, por lo menos, nos permita respirar. Pero la realidad siempre muta y, en vez de mejorar, suele empeorar, como sucede con cualquier cosa que se mueve. Claro, mi reflexión no es gratuita, estoy leyendo los diarios de Sándor Márai, aquellos que empezó a escribir a los 84 años, y siento que no debería estarlos leyendo; es tan íntimo como todos los diarios y tan triste como todas las vidas, y más aquellas que presencian la muerte de otros sin llegar a morir. Como dice Márai, el problema no es la muerte, sino el morir. Ese morir que no se consuma en un instante, sino que es lento y que parece en sí el mismo purgatorio. Y yo que he pensado tanto en la muerte, nunca había visto como su antesala, ese morir. Y ayer mientras leía a Sándor, sin esperar pasar las hojas para ver qué le ocurriría, me adelanté y busqué en Google. Tenía la ilusión de que lo que me imaginaba, como dramaturga que suma las acciones y arroja un resultado, no sería verdad. Pero sus palabras resultaron promisorias, como sucede con la mayoría de escritores que terminan siendo el personaje sobre el que escribieron; como si se hubiesen adelantado unos años, observado y regresado a escribir lo que no han vivido todavía. En las palabras de Márai, no en su queja porque es como si fueran palabras pronunciadas al vacío de sí mismo, está esa realidad que cada día se hace más estrecha, asfixiándolo, pero sin quitarle lo que lo haría descansar: la vida. Voy en la página 181 y me detengo a escribir esto porque quiero hacer partícipe a otros de esta irrupción en la vida de alguien; como si solo valiera al ser una historia y nada más, como si solo valiera como alimento para quien, al no poder ver lo otro, por las nalgas regordetas sentadas sobre el rostro, tuviera que recurrir al dolor ajeno cuyo consuelo, no queda más que pensar de manera equívoca, se da cuando muere y logra estar de nuevo con su L., con quien vivió 62 años y 8 meses. Porque al final sí, en medio de la lluvia que no cesa en todo el libro, lluvia simbólica en la que sol no sale, como si a los 85 años no se pudiese ver sol, condenados a la oscuridad de quien están despidiendo, más no pueden despedirse por sí mismo; está el amor como centro y no la escritura, no la literatura, y menos la realidad. Amar a pesar de … Incluso a pesar de la muerte, amar en ese morir lento, y oscuro, que termina siendo cualquier vida.


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